martes, 5 de abril de 2011

SI LA MUERTE ME ENCUENTRA MAÑANA


El viaje empieza por un error, por una planeación o por simple costumbre. Por eso para algunos vivir es sólo eso, para otros es un regalo no pedido y para el resto, los que buscamos en nuestros recovecos alguna señal, es estar aquí para algo de lo cual no se tiene ni la menor idea.


La religión y la cultura, tal vez, nos enseñan a aceptar la muerte como algo natural o como un riesgo inevitable, pero siempre se vive con el miedo de tener que encontrarse con la Parca, enfrentarla y dejar que se lleve todo lo que nos atormenta o todo lo que nos importa el día que menos lo esperamos.

¿Has pensado en tu propia muerte? Esta pregunta me la he hecho a mi mismo varias veces. Encuentro una extraña fascinación en imaginar los escenarios, los vestuarios, las causas y el día de mi muerte. Creo que muero mañana y entonces me invade la tristeza de no haber escrito el libro que dejé a medias, de no haber bebido suficientes cervezas, de no haber probado la comida china o de no haber subido a un avión por mi temor a las alturas. Se, de antemano, que me perdería el viaje a Egipto que tanto anhelo, no compraría la casa a orillas de una laguna que me recuerda a los peces y renacuajos de mi infancia, no podría confesar que me dan miedo los perros callejeros y que me pongo nervioso cuando debo tomar una decisión importante. Seguro sería que mi familia y mis amigos llorarían por mi ausencia y me demostrarían todo el amor que me tienen aunque ahora se lo guarden para sí.

Pero podría vivir noventa y nueve años y vería mi cabeza sin cabellos, mis manos arrugadas y pecosas y mi barba hirsuta blanqueada por una irreversible acción del tiempo, vería mis piernas tambalearse al caminar, compraría el CD del grupo que menos me gusta sólo por el placer de comprar. No me perdería de los desfalcos emocionales tampoco perdería el avance científico ni mucho menos los amores que vienen y van. Comería hamburguesas en el Parque El Retiro y tomaría un trago de tequila acompañado de la canción “Adoro”.

Pero pensar que muero mañana me aterra, me asusta, me deja a medias. Si muero mañana estaría agradecido con la vida, si muero a los cien estaría agradecido con la muerte que se compadeció de un viejo mañoso que ya no puede tocar lo que antes y que sólo vive de los recuerdos que le arrebatan uno que otro suspiro.

La resignación invade nuestros días cuando un ser querido parte sin retorno hacia el cielo en el que siempre creyó o para la nada en la que creyó a ratos. El tiempo, las circunstancias y todo lo que conocemos sigue igual, la vida sigue igual, el mundo sigue igual, la gente sigue igual, la guerra y la violencia siguen igual. El duelo de la pérdida se nos da por tiempos prolongados o sólo por momentos cuando recordamos lo importante que fueron para nosotros aquellos que se fueron. Pero irremediablemente volvemos a comer, a dormir, a soñar, a ser felices, a tomar cerveza, a trabajar y a continuar en la lucha porque no podemos irnos con ellos; nos permitimos inclusive la obligación de no volver a pensarlos por un don o por una maldición humana llamada “olvido”.

Fantaseamos con nuestra muerte porque es más fácil y porque podemos imaginarla lejos, a cien años luz o entre los noventa y los ciento veinte. Con la muerte de otros no jugamos porque nos duele la pérdida y porque esto haría que los matáramos en vida y la noticia de su muerte no sería una sorpresa.

Avocados estamos a que al final del viaje la Muerte nos lleve de la mano por caminos que no conocemos, por montañas encumbradas o por valles improvisados o, a lo sumo, perdernos y confundirnos con la tierra que nos vio nacer.

Algunos eligen morir cansados de navegar en la nada, otros se van por obligación de los años y otros simplemente la aguardan como el cazador a su presa. ¿Hay más misterio en vivir? o ¿hay más misterio en morir? A la corta o a la larga sólo mueren aquellos que no lograron hacernos sentir una brizna de infinito.

lunes, 4 de abril de 2011

BESOS Y PALABRAS

Ambicionar futuros eternos, duraderos, románticos y felices es cosa de todos. Pero hay quienes no creemos en amores duraderos ni en la fe de los templos; arriesgándonos a caer en el más absoluto existencialismo.
Y a pesar de ello el amor se nos da de golpe mirándo las estrellas, viendo llover u oliendo el perfume fresco de la mañana que nos trae alguno que otro recuerdo que nos arrebata una sonrisa.

Nosotros creemos en la patria que se hace con una cerveza o dos, con un vino caliente en un bar sin nombre o un café recién hecho, con la voz de Sosa y Rodríguez entre el corazón y el pasado que discurre en lágrimas.

Hay quienes revivimos a los muertos para pasear con ellos en una tarde soleada por el "Chorro de Quevedo" o estar en un lunes lluvioso detrás de los vidrios de una ventana a punto de caerse por culpa de los años.

Existe para nosotros la irremediable necesidad de conversar. El placer incurable de combinar las palabras en orden o en desorden y saborear cada sílaba.
Existe, como milagro natural, el poder de embarcarnos en monólogos y soliloquios creyendo en la sagacidad de un auditorio invisible.

Y como premio a tales desfalcos, virtudes y sombrías manías queda el oído agudo del viento, el ensordecedor silencio de una habitación o los oídos prestos de una amistad labrada con palabras y emparentada con besos que saben igual por ser parientes cercanos.

Nosotros, los que  somos normales o ya no lo somos tanto, a veces ambiguos y contradictorios, otras veces solitarios y acompañados abrimos una ventana que nos predice el futuro, que nos adelanta la muerte y que nos obliga, con un sol radiante o con las nubes más oscuras a continuar; con un pasado a cuestas, con un presente insorteable y con un futuro preconcebido como si caminar fuera un ritual o un sacrificio que aprendimos y del que no se quiere escapar.