domingo, 28 de noviembre de 2010

DE LA MEMORIA AL PAPEL

PARTE 1

“Confieso que he nacido”

Entre las montañas de un pueblo místico, religioso más por cultura que por conciencia, lleno de mitos, leyendas, historias increíbles y fantasmas callejeros existe un terruño llamado Anserma, resultado de la unión de dos vocablos indígenas: ANSER que significa SAL y MA que significa TIERRA. ¿Será por eso que ese pueblo es tan salado, tan pequeño y tan poco progresista? ¿Será por eso que aquellos que estamos lejos lo añoramos como la única patria posible y como la madre que nos espera con los brazos abiertos?

En esas laderas templadas transcurrió la mayor parte de la vida de un singular personaje. Hasta que lo absurdo de la muerte le alejó de sus “pollos”, de su restaurante y de su Jeep rojo. La parca nos arrebató su electrizante voz (un trueno con acento paisa que erizaba la piel), su metro noventa y dos de estatura y su regordeta figura.

Su vida le hacía honor a la dualidad, al mandamiento cristiano de amar al prójimo y al dicho popular de “más vale pájaro en mano que cien volando”. La dualidad se debía a su amor dividido entre aquel pueblo agorero y otro pueblo más pequeño, igual de legendario y reconocido por sus grandes cultivos de cebollas. En cuanto amar al prójimo era lo que mejor sabía hacer pues era conocido como aquel que sabía pagar muy bien algún servicio prestado. Y el refrán aplica a su manía de coleccionar amantes pero teniendo sólo a alguien especial, algo así como el amor de la vida.

El pueblo cultivador de cebollas se llama Guática. ¿De dónde salió ese nombre? No tengo idea y no he querido averiguarlo. De niño siempre quise le cambiaran el nombre y sugerí varios a mis amigos como por ejemplo: “Paraíso cebolla”, “Cebollería” o “Santa cebolla” y tuve mis razones para promulgar aquel nuevo bautismo.

Cuando se acercaba el trece de mayo la gente de Anserma se preparaba para una peregrinación a pie hasta un pueblo vecino de Guática que se llama San Clemente, con una iglesia enorme a la entrada del pueblito (lo digo en diminutivo pues tiene cuatro carreras, diez calles, un puesto de salud, un parque y su monumento a la religiosidad; la iglesia de la Virgen de Fátima). Allí había una réplica de la imagen de la tan milagrosa virgen a la cual año tras año le llegaban visitantes pagando promesas, pidiendo milagros o algunos curiosos acompañantes de los fieles penitentes.

El recorrido de un pueblo al otro dura entre tres y cuatro horas. Todo depende de la edad, de la promesa a pagar o de la compañía. Los más contritos van descalzos tratando de purgar sus penas antes de tiempo. A mitad del recorrido y durante el resto del trayecto se inundaba el aire de un olor nauseabundo, casi insoportable. Mi inocente espíritu se imaginaba que el diablo, lleno de celos porque a él nadie lo visitaba, no quería dejar avanzar a los peregrinos, que impediría a toda costa que los hijos de la Madre de Dios fueran a verle. Repito, inocente espíritu, pues luego de quince minutos de imaginar al diablo seis curvas adelante despidiendo hedores azufrados mi santa madre terrena me explicó que el olor se debía a un químico llamado “Gallinaza” el cual se utiliza como abono para el cultivo de la cebolla. De ahí que yo quisiera que se le cambiara el nombre al pueblo mal oliente y lleno de moscas. “La gallinaza atrae a las moscas” y lo comprobé una vez que entré a Guática. Las casas, la plaza, la iglesia, todo inundado de moscas cual plaga de Egipto enviada esta vez por la celestial progenitora. En mi cabeza resonaba el nombre de cebolla y el de los pobladores “cebolleros”.

¿Pero qué hacía yo un trece de mayo rumbo al santuario de la Virgen? Según doña Amparo, mi madre, que a cada santo le prende su veladora y que se interna en cada iglesia que ve a rezar un Padrenuestro, íbamos a pagar una promesa y a agradecer un milagro. Cuando vos tenías un año, cuenta Amparito mientras yo me llevo la mano derecha a la nariz para poder soportar el perfume del diablo sin devolver el tinto que me había tomado a las seis de la mañana, empezaste a caminar. La historia termina en que yo tenía una pierna más larga que la otra y que tal malformación me iba a dejar sin novias, sin amigos y sin futuro. Entonces mi venerable mamá le prometió a la Santa llevarme a pie hasta su tabernáculo si le hacía el milagrito o mejor dicho, si me hacía el milagrito a mí que era el que padecía el problema de no quedar como la monita de la canción que se va pa’ un lao’ cuando baila. Pienso que el milagro se hizo a medias pues aunque no soy cojo tengo una rara obsesión por las piernas y un gusto extremo por el baile.

Así fui a parar al santuario y a recorrer las casi cuatro horas de distancia. De camino pedíamos agua en las casas que encontrábamos a la orilla de la carretera y seguíamos caminando. Y yo seguía con mi fantasía de poder llamar a los habitantes de Guática, cebolleros. A mamá le parecía más que un apodo un insulto pero después, con los años, nos vinimos a tomar con un personaje nacido allá al cual de cariño le decían como yo siempre soñé: EL CEBOLLERO.

2 comentarios:

  1. Amigo mío, tienes una facilidad increible para hacernos parte de tu relato, me imaginé cada cosa que iba leyendo, ahora me quedo a la espera de la parte dos.

    Un abrazo

    Gaspar

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