lunes, 9 de diciembre de 2013

Mi vida como una AMEBA

A veces me quedo pensando (cosa que hago con regularidad, sin que esto quiera decir que todo lo que pienso sea importante). Pienso en la casa del pueblo, llena de cosas pegadas en las paredes, no son cuadros de valor, posiblemente esas láminas sólo tengan un valor sentimental para aquellos que decidieron llenar la casa de lo que yo denomino “basura” y que los expertos reconocen como “contaminación visual”.
La casa, la vieja casa tiene dos pisos, está fabricada en madera, tiene huecos por los cuales pasan sin aviso y a su turno la luz, la lluvia, la esperanza, el llanto y la desolación.
No estoy seguro de la diferencia que existe entre pensar, imaginar y recordar. Para mí estas tres son parte de un todo aunque debo confesar que, en los momentos más extremos, he encontrado algunas diferencias, por ejemplo: recordar es a pensar lo que el hombre es a la sociedad, pura mierda. No es que el hombre no le sirva a la sociedad, es que la sociedad está estructurada de una manera que no encaja con los actos y pensamientos de los hombres. Porque si la sociedad dice que matar y robar es “malo”  llega un hijo de puta y asesina a una persona por robarle un teléfono celular propinándole 20 y más golpes con un arma blanca (lo que en Colombia se conoce como cuchillo, navaja, machete o “lata”, haciendo referencia este último a cualquier cosa que pueda entrar en la piel, que tenga apariencia puntiaguda y que pueda matar o por lo menos sacar la mayor cantidad de sangre posible).
Bueno, pero está pensando en la casa o ¿recordando? Allí pasé mis días de infancia escuchando a mi madre cantar en la cocina  mientras preparaba el almuerzo y viendo a mi abuela fumar y fumar y fumar (ahora entiendo mi adicción al cigarrillo y al tinto recién hecho).
La abuela era morena, bajita y redondita. Nunca supe si era guerrera o simplemente vivía porque ya era inevitable. Cuando yo la conocí ya estaba arrugadita y fumaba, mucho fumaba, fumaba y más fumaba. Ahora no se si la imagino, si la recuerdo o si la pienso. Repito, tengo una confusión gigante para definir estos términos aunque el diccionario ya los tenga muy claros.
Pero volvamos a lo primero, a veces pienso. Y tanto pienso que vivo en mi mundo de ideas (bueno, no sé si se le pueda llamar mundo a este amasijo de retorcidas historias salidas de una imaginación volátil).  Al parecer sólo uso el lado derecho de mi cerebro porque el lado izquierdo sólo me sirve para comer. Tengo la fortuna de ser mal pensado, egoísta, enano, retorcido y retrechero, valores éstos que van un poco en contra de lo que la sociedad dicta pero que caen como anillo al dedo para los ciudadanos de hoy.
Por eso, de tantas neuronas quemadas por la pensadera, el cigarrillo y la cerveza he decidido ser distinto, he decidido ser aquello para lo cual fui pensado, nacido y creado; seré eso que tantos odian, que tanto mal hace y que tan preocupados nos pone, a partir de hoy seré UNA AMEBA…
Así, una ameba. Y les haré picar el culo.

Nota: Para capturar el alimento, la ameba se deforma y lo engloba.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Carta de un muerto vivo.


Sentado en mi improvisado sofá.
Recuento todas mis cosas perdidas, circundado de lo nuevo que me ha traído los años. ¿Anuncio de tiempos mejores, pesares de tiempos perdidos?
Yo siempre hablo de fantasmas, como si reconociera como verdadera aquella frase que reza: “Todo tiempo pasado fue mejor”. No podría estar de acuerdo, todo lo que hice (bien o mal) se quedó esperando la continuación.
Los fantasmas son como demonios: inoportunos, sucios, mal olientes, engreídos, distraídos, dispersos, sedientos, insulsos. Por eso decir que lo pasado fue bueno es rodearse de escoria emocional. Es practicar la caridad con lo viejo, con lo que ya no es, con eso que (dentro de un cerebro tan usado como el mío) ya es basura mal contada.
Como seres “humanos” siempre anhelamos lo que no tenemos y añoramos lo que un día nos perteneció y, como si fuera poco, unimos los dos sentimientos para justificar nuestra presencia en el mundo; y para presumir de lo ya hecho, de lo que se quiere hacer y para olvidarnos de nuestro innegable destino escrito al nacer: “La muerte”.
Mis fantasmas son muchos, una cantidad aproximada a la de la arena de un reloj. Y me persiguen como perros hambrientos y harapientos. Se arrastran y se deslizan por todas partes con la energía de un rayo para recordarme que: “el tiempo pasado sólo es tiempo”, como lo es el futuro, del que a veces, con cigarro en mano y café recién hecho, me burlo a carcajadas.
Pero, ¿quién dijo que los fantasmas son sólo cosa del pasado? ¿Quién aseguró que los muertos eran eso solamente, fantasmas? No. Mis fantasmas no son pasado, no son muertos, no son almas en pena, ni siquiera recuerdos de la infancia agradecida. Ellos (los fantasmas que llevo a rastras) a veces son tiempo que no ha llegado, personas que aún no conozco, el carro que no he comprado, el viaje que no he hecho, el libro que no he leído, la canción que no he escrito, el concierto al que no he ido. Mis inquilinos fantasmagóricos son futuro simple, futuro progresivo, futuro casi perfecto, futuro en quiebra, futuro que no existe, futuro inexplicable. Futuro, futuro, futuro.
Futuro que es lo que ya se hizo  y se repite en otro cuerpo, en otra piel, en otra ciudad con el mismo sol y con el aire, más o menos, contaminado por igual. Futuro que se hace en otra cama, en otra ducha. Las mismas acciones en distintos parajes.
Si, futuro angustiante porque ya no existe, porque ya no existo yo. Porque morir no es ya no estar,  morir es irse de la manera que yo lo hice hace ya mucho tiempo, con una guitarra maltrecha, con una zapatos rotos y con la convicción de que vivo o muerto vivir sólo es eso: Morir.

domingo, 27 de mayo de 2012


Odio por amor.

Antes de empezar con esto, que estoy seguro que a muchos les va a parecer las palabras de un marginado, quiero explicar:

1.      El autor de estas boberías tiene sus razones 
para escribirlas.
2.      La literatura es universal y expresa los sentimientos 
de todo aquel que escribe.
3.      Cuando se vive con miedo a hablar, es mejor escribir.

 Odio las manifestaciones públicas, las protestas pacíficas, las marchas por una causa “justa” y las peleas callejeras; porque todas las anteriores sirven de trampolín a ladrones, desocupados y resentidos para sacar toda su furia. Las marchas pacíficas terminan con un sin número de heridos, a los manifestantes los calla la fuerza pública y las causas de este pueblo están apilonadas en los juzgados.
Odio a todos aquellos que creen que viendo NatGeo o History se las saben todas. A los conductores de buses, a los taxistas que se creen víctimas de atracos y nos roban cada que ven la oportunidad.
Odio la política, aunque Platón no se canse de repetir que todos somos políticos; podría estar de acuerdo con eso si todos le robáramos por igual al país. Odio el acento paisa del expresidente Uribe cuando habla inglés (que poco orgulloso me siento de compartir algo con ese señor), odio a los que usan pantalones ajustados después de la rodilla ¿Tendrán espejo en la casa? ¿Tienen amigos? Odio al actual vicepresidente por ordinario, porque si Colombia “no tuvo memoria” al elegir a Petro como alcalde, Santos no tuvo respeto para con nosotros al elegir a Angelino como su fórmula de campaña.
Odio los huecos y los trancones de la ciudad, a los policías de tránsito que sólo sirven para llevar puesto un uniforme y un silbato. ¿Ya dije que odio a los taxistas? Si. Odio a los “Punk”, a los “Skin Head” y a los “Hippies”.
Odio a los expendedores de drogas, a los traficantes de armas y a los consumidores “gringos” de marihuana, crack, y demás sustancias que los pone “very happy”. Odio el invierno, el verano; pero no puedo odiar la primavera ni el otoño porque estas estaciones no pasan por estas tierras. Odio las telenovelas mejicanas que son las mismas desde que tengo uso de razón, sólo le cambian los protagonistas y el título.
Odio a los borrachos pelioneros, a los “ñeros” que me encuentro en la calle, a los que escuchan raggaeton y a los que bailan música electrónica. Odio a las palomas de la plaza, a los vendedores ambulantes, a los abogados honestos y a los que van a trabajar en corbata, (para mí estos forman un solo grupo).
Odio la publicidad, los medios de comunicación y a los trabajadores sociales. A las prostitutas de la calle 22 (que son en su mayoría travestis). Odio a los homosexuales liberales y a los cacorros de closet; a los primeros por avergonzar una cultura que cada vez tiene más adeptos, y a los últimos por vivir una vida “normal” mientras compran sexo con jóvenes y hasta los visten, los mantienen y les pagan la universidad (cosas estas que a veces no hacen con sus propios hijos)
Odio todo lo que me recuerda que soy humano. El dolor de los pobres, las canciones de cuna, la música norteña y el “rapeo” de los “cantantes de bus” en las tardes.
Odio el sexo en las mañanas y los besos que no saben a nada. Odio a Piedad Córdoba por “pantallera” y poco usable.
Pero si manifiesto que odio todo lo anterior es porque en el fondo del corazón (un corazón que late a medias a causa de las arritmias y el cigarrillo) me gusta que todo sea como es, así sin más, porque esto es lo que hay.

viernes, 6 de abril de 2012

DE TIEMPO, QUE NO SE REPITE.


Aún llevo en mi piel las marcas del tiempo. Honrosas cicatrices que demuestran el paso de la historia, horas que ahora sólo recuerdo a medias y que es de esta manera que las quiero recordar, a medias.
Y al mirar alrededor, lleno de certezas contradictorias, me doy cuenta: No quisiera repetir, en un eterno retorno, todo lo que ya he hecho. Tampoco quiero mirar al futuro imaginándolo lejos. Quiero ser yo, uno, una historia, un ser, una mezcla de nostalgia y dichas pasajeras, un libro que se escribe una sola vez sin ediciones de lujo ni traducciones.
No puedo imaginar que voy a experimentar los mismos sentimientos, que los errores que hoy me pesan me seguirán pesando eternamente.
Tampoco quiero reconocer que podría llorar por las mismas cosas por las que lloré. Todo se convertiría en una costumbre que me niego a vivir.
 Que mi primer sentimiento de amor, de dolor, de desilusión los puedo pronosticar. Que voy a conocer a las mismas personas, que voy a ser el mismo con mi metro y medio de estatura, que repetiré los mismos fracasos y que me alegraré por los mismos triunfos.
Creo que mis secretos (aquellos que me atormentan) se irán conmigo a la tumba de una vez para siempre. No quisiera repetir los mismos chistes flojos un sinfín de veces.

Si algún libro logra mi atención y lo leo en su totalidad, de vez en cuando vuelvo a él para sacar una cita textual pero tengo la plena seguridad de que el sentimiento que me invadió la primera vez que lo leí no lo voy a repetir y así quiero que sea porque, si las segundas partes no son tan buenas, imagino como será una eternidad en lo mismo.
Así me sucede con el cine y la música, las experiencias son únicas e irrepetibles, así como cuando escribo y es uno el sentimiento, una la hora, uno el momento, uno el cigarrillo y una la taza de café.
No podría vivir de nuevo la pérdida de mi abuela, no podría repetir mis peores días, ni quisiera crecer de nuevo sin un padre (que para efectos de crianza no fue necesario).

Por eso, hoy que ni la certeza es tan clara, decido que vivo, desde el barro hasta el barro, desde el error del que no aprendí hasta el final de los tiempos, desde lo católico que fui hasta lo agnóstico que ahora pretendo ser.

POSDATA: Nietzsche, ¿Estás habitando ahora el mismo cuerpo siendo el mismo loco?

miércoles, 7 de diciembre de 2011

LOS PEQUEÑOS ABANDONOS



“Soy un olvidadizo, un distraído, a ratos un indolente. Persona de entusiasmos explosivos y largos desencantos. (HAF)
Aclaro también que soy bueno para la cocina pero malo para el amor como si éste representara a un enemigo público.
El arte de abandonar está ligado al arte de olvidar. Y si olvidamos cosas importantes como levantarnos temprano, comer sanamente, dormir lo reglamentario, embriagarse con amigos, leer hasta quedarnos dormidos, ¿Cómo no hemos de olvidar y abandonar aquello que, sin pena ni gloria, pasó por nuestro camino?
Lo primero que recuerdo haber abandonado fue la idea de ser astronauta de ahí hasta estos días cosas innumerables: mi primera bicicleta, las clases de química, la flauta que nunca aprendí a tocar, a Gabo, mis zapatos favoritos, unos jeans rotos, mi insistencia en tener el cabello liso, la letra cursiva, las matemáticas, el arte barroco, una mascota querida, mi complejo de enano, el rosario a las ocho de la noche, el licor barato, amigos de infancia, las montañas donde crecí, el viaje en crucero, a Darwin y al amor, entre otros.
Y ¿quiénes no hemos abandonado la idea del primer amor? Para unos éste los marca para siempre, para mi, cada nuevo amor es un primer amor con todo y conquista, besos y el resto.
Abandonamos por placer, por necesidad o por malicia y eso nos convierte en usadores y abusadores de las cosas, gente sin corazón, cuerpos sin alma.
Se abandonan amigos, amores, amantes por falta de uso o por que ya no se necesitan, porque estorban o porque nos da la gana.
Pero no todo lo que se abandona le es provechoso al hombre.
Cuando se está enamorado y se piensa que ya todo está escrito y que ya todo está dicho y que ya ni las caricias son necesarias entonces se empieza a abandonar al otro, se asume que todo será igual.
Nos llenamos de pequeños abandonos, de necesidades nuevas. Si antes te decía que te quería, ya no te lo digo, si antes íbamos de la mano, ya no lo hacemos, si antes todo era de los dos, ahora me guardo algunas cosas sólo para mi.
Y así, de abandono en abandono, de costumbres olvidadas se llena la vida y lo que era rutina ya ni siquiera lo es.
Y cuando nos llenamos de pequeños abandonos nos damos cuenta que es hora de buscar un nuevo amor, un nuevo primer amor para que ese círculo vicioso empiece de nuevo y se vuelva a cerrar y así en un eterno retorno del que somos presas a voluntad.
A partir de hoy abandonaré la manía de rascarme el ombligo cuando estoy en casa y la obstinación de querer saberlo todo cual biblioteca andante y recuperaré mi adicción a la guitarra, a la soledad de mi apartamento y  la felicidad que produce andar sin zapatos.

sábado, 12 de noviembre de 2011

EL FANTASMA DE LA DUCHA

Dicen que no hay que creer en brujas pero de que las hay las hay y mi abuela (que en paz descanse) era especialista en hacérnoslas ver cuando ocurría un apagón o cuando quería que fuéramos a la cama temprano. Aunque yo de brujas poco se pues sólo conozco a tres: mi vecina, una actriz (que no creo que sea hechicera pero si es muy fea) y a la de Blair (que no me pareció tan bruja).
Pero si existen la brujas ¿Existen también los fantasmas? En este caso como en el caso de las brujas y como en todos los casos no hay un acuerdo entre si creer o no creer.
Para el protagonista de esta historia las unas y los otros son una enfermedad mental. Algo así como el miedo que uno le tiene a Dios porque desde pequeño le amenazaban con Él o con su archi-enemigo el diablo. Dice, el personaje, que esas cosas son pura superstición o inventario de viejitas sin más oficio que ir a misa todos los días y quedarse dormidas en la silla hasta la hora del almuerzo.
Hace ya varios meses que se mudó de casa y ahora vive en al centro de la ciudad. Tiene varias adicciones que bien podrían ser hobbies dependiendo de cómo se miren: Es escritor por naturaleza, bebe para no olvidar que está vivo, fuma “pielrroja” y le gusta la marihuana. Esta última en cantidades moderadas hasta donde yo me entero. 
Desde que ha cambiado de domicilio le han ocurrido cosas para él incomprensibles, cosas que no están dentro de su lógica.
Antes de salir a la universidad a impartir sus clases se ducha (cabe aclarar que no todo el mundo lo hace porque se de personas que sólo conocen el agua en botella) y experimenta con gran asombro que hay un cabello de mujer en una de las paredes del baño.
Caso insólito, increíble, desproporcionado pues sus visitas, por lo general, son masculinas y vive solo.
Quitó el cabello de la pared y, aparentemente, todo siguió igual pero cada día aparecía un cabello nuevo con las mismas características; fue entonces cuando decidió retar al fantasma o a la bruja porque en estos casos no se sabe. Con plena conciencia del acto destiló su "agüita amarilla" en el baño sin bajar la cisterna y salió a la calle a comprar algo. De regreso encontró el baño limpio y el cabello en la ducha.
Al no creer en fantasmas y mucho menos en brujas yo atribuyo el suceso a lo que se llama amnesia temporal (esa que tanto nos conviene cuando la necesitamos) pero por si fuera verdad que alguien le quiere hacer la vida de cuadros, con vos desafiante le grita: ¡Aparecé hp que no te tengo miedo! Creo que si un médico se entera del caso podría pensar que la hierba bendita le está causando paranoia a este paciente.
No creo que él sufra de eso, es un loco divertido, buen conversador, amante de la simplicidad y más benéfico que el pan.
Siempre solo y siempre acompañado. Solo, por voluntad y acompañado por causas de fuerza mayor (el trabajo y los amigos). Tal vez por esa soledad elegida es que los del más allá han querido venir al más acá para hacerle compañía con estas manifestaciones que parecen salidas de una película de terror.
El único remedio para eso, para que los de allá se queden allá y los de acá se queden acá hasta que sea su turno de estar allá, según la sabia abuela es: confesarse, rezar diez Padresnuestros, diez Avemarías y diez Glorias y, por si acaso, dormir con la ropa interior al revés.