miércoles, 29 de diciembre de 2010

PARTE 2


“De las cebollas y otros placeres”

De niño trabajó en la empresa familiar con sus hermanos menores en la gran huerta mientras las mujeres de la casa hacían la comida, remendaban la ropa y prendían sahumerios espanta bichos. Era el mayor de siete hijos, tres varones y cuatro hembras (típica costumbre paisa de tener familias numerosas soñando con que uno de tantos sea militar o cura o en su defecto una monja pues tener un sacerdote o una religiosa es signo de salvación por los siglos de los siglos y claro, el militar le da prestigio y arrastra el apellido por el país, inclusive por el mundo si es necesario). Nada que hacer, así es esta raza pujante arraigada a sus pensamientos y acciones más costumbristas.

El resto de su parentela eran un padre machista y enfermo de cáncer por culpa del cigarrillo, una madre católica hasta los huesos y resignada a salir solamente los domingos a misa de seis de la mañana y dos tías solteronas.

Gildardo (El Cebollero) apodado de esta manera por que en su jeep transportaba el producto de su finca de un pueblo a otro nunca pensó en irse a un seminario aunque su tía Cecilia, con 63 años bien vividos según sus vecinos, le decía que tenía cara de santo. Él soñaba con salir de ese caserío, comprar ropa de marca y ser distinguido y reconocido. Cambiaría su azadón por un bastón, sus pantalones rotos por jeans a la moda, sus botas de caucho por unas texanas y la casa-choza por una vivienda digna.

A kilometro y medio del casco urbano quedaba la finca con sus grandes plantaciones de cebolla, sus cinco caballos y su enjambre de moscas reverberando por toda la casa. Nada le faltaba. Tenía todo lo que un muchacho de pueblo podría tener: sería heredero de la finca incluyendo tías, hermanos y hermanas y moscas y bichos y obreros. Sería dueño de la gran huerta, del jeep familiar en el que paseaban los domingos y el sombrero de su padre. Pero él quería más de lo que a su futuro se ofrecía.

Muertos los progenitores se dedicó por completo al cuidado de la finca, de sus tías y de lo que hiciera falta. Decidió trabajar de sol a sol para comprar otro jeep, contratar más obreros y así poder tener algo de tiempo extra para salir de allí.

En su nuevo vehículo, que los sábados estaba destinado a cargar la cosecha semanal con destino a Anserma, salía de paseo con algunos amigos a los pueblos más cercanos a explorar el mundo y sus alrededores. Pronto dejó de labrar su propia tierra. Sus hermanos se casaron, sus hermanas hicieron lo mismo. Ahora sólo él quedaba como amo y señor de su terruño. Por compañía tenía a una de sus tías, el recuerdo de sus padres y la visita de sus familiares una vez cada veinte días.

En unos de sus viajes a Anserma, arrastrado por la corriente del dinero y por la pasión del amor, instaló un apartamento en el cual se quedaba inicialmente dos días que luego fueron cuatro hasta un máximo de seis pues el deber laboral le reclamaba como transportador. Decidió comprar un local e instalar allí un restaurante (ese vecino pueblo le ofrecía clientela, cobijo y una larga lista de amores inconclusos).

Lo conocí primero de oídas que en persona. Algunos de mis amigos comentaban que el señor en cuestión tenía el hábito de llevar algunos muchachos en su jeep y darles dinero a cambio de algunos favores. Al principio yo no entendía lo que querían decir. Imaginaba yo que tales favores eran ayudar al cargue de la mercancía en un pueblo y al descargue de la misma en el otro.

Después de un considerable tiempo mi madre, por cuestiones económicas, fue a parar a trabajar a dicho restaurante. Mi santa madre es la mejor cocinando y de eso hay miles de fieles testigos de los cuales yo soy el primero. Adicional a esto mi adorada mamá es la más sociable, encantadora y divertida. Cuando mis hermanos y yo éramos niños, nos enseñó a cocinar, a lavar, a planchar e incluso a bailar. Decía que si alguna vez nos marchábamos de la casa no nos íbamos a morir de hambre si aprendíamos al menos lo básico en la cocina. Mi hermano menor nunca aprendió el arte de sacudir las piernas al compás de una buena salsa o con las notas pegadas al estómago de un buen merengue, pero aprendió a defenderse en el arte culinario. Mi hermana, por su parte, aunque baila con la soltura de una hoja al viento se le quema el agua hirviendo (pero debo confesar que lo intenta y a veces las comidas no le quedan tan saladas, los huevos no se le ahúman y las sopas ya no le quedan tan aguadas). En cuanto a mi hermano mayor es un maestro en la cocina y un bailarín de primera línea.

Por razones que desconozco hasta la fecha mi madre hizo muy buena amistad con don Gildardo. Los domingos en las mañanas cuando todos nos sentábamos a la mesa a desayunar (si digo mesa es para no desentonar, pero la verdad es que nos sentábamos en las camas con nuestros platos a reventar de comida y una buena taza de chocolate negro porque así te toma el chocolate en esas tierras, negro y espeso), nos contaba algunas de las cosas que pasaban en el restaurante de las cuales yo fui testigo ocular un par de veces.

Ayer, empieza mi mamá, entraron por lo menos ocho muchachos a pedirle plata a Gildardo. Los veía porque en la cocina del restaurante había una ventana que comunicaba con la caja registradora y con el salón principal. Mi hermano mayor se reía a carcajadas y soltaba un comentario que años después me pareció jocoso: “el don debe pagar los favorcitos”. Cada vez conocíamos más al don por referencias pero no en persona. Mi hermano menor decía que el Gildardo ese les daba plata a los muchachos que le pidieran porque a un amigo de él le dio cincuenta mil pesos. Y vuelve a mi memoria la risotada de mi hermano mayor diciendo: “Pero después se los va a cobrar en carne”. Nos enteramos pues que los favores eran más pasionales y sexuales que laborales.

Una vez, continua mamá, llegó un muchacho con la excusa de que le diera trabajo de mesero (la malicia indígena de este pueblo servil no tiene límites) pero el don le dijo que no, a lo que el muchacho respondió que haría lo que fuera por plata pues tenía una novia a la cual deseaba poder darle muchas cosas pero que sin trabajo y sin plata no podría. Gildardo le ofreció dinero pero no le dio el empleo, aquel aceptó el dinero y se marchó. Y se convirtió es la “pareja” del don.

A pesar de su relación con Gildardo, aquel muchacho nunca dejó a su novia y para el don esto era normal. Yo decía que Cristian era un miserable porque le sacaba plata al él para gastársela con Diana. Para Gildardo el amor de su vida era Cristian aunque no lo fuera completamente pues tenía que soportar a su indeseable novia. Cristian siempre presentaba al don como un “tío” lejano y Diana no veía reparo en que el tío le diera plata, mercado para la mamá, ropa, teléfonos celulares y otros accesorios.

A pesar de amar sin control a Cristian, Gildardo no podía dejar a “sus niños sin padre”. Así se refería a los muchachos con los cuales se acostaba y a los cuales le pagaba por ello (era su forma de desquitarse ante la infidelidad de Cristian o al menos eso era lo que yo pensaba). A muchos de los machos del pueblo vimos sentados de copilotos en aquel jeep rumbo a un motel o en su defecto, si la prisa era la reina en esa noche, dentro del mismo carro ocurría el encuentro amoroso que de amoroso no tenía nada, era un intercambio de saliva, sudor y jadeos por una suma razonable de dinero.

Una mañana mi madre me dijo que fuera al restaurante, pues había mucho trabajo y necesitaban a alguien quien ayudara a lavar, seleccionar y pelar papas. Yo era el mejor en este oficio y creo que aún lo soy. Por fin la mítica leyenda se haría visible ante mis ojos, por primera vez estaría en frente del don y eso me producía mucha curiosidad. Salí rumbo al local a las nueve de la mañana. Recorrí las siete cuadras que separaban mi casa de ese sitio y llegué. El jefe no estaba, mi madre me presentó ante la administradora y me llevó a la cocina. Empecé con mi labor de pelador, seleccionador y lavador de papas. Transcurrió aproximadamente una hora y por fin se hizo visible el tan nombrado Gildardo. Alto, gordo, sonriente, buen conversador, chistoso, ojos azules y enigmático fue mi primera impresión. Me estrechó la mano con un saludo muy efusivo y felicitó a mi madre por tener un niño tan trabajador. Mi curiosidad fue aplacada como el agua aplaca el polvo de la carretera que levantan los carros.

He aquí que digo que fui testigo ocular de la procesión de necesitados pidiendo dinero, trabajo y comida. Algunos simplemente llegaban, se acercaban a la caja registradora, recogían la plata y salían. Otros llegaban con las excusas más tontas esperando a que el don les dijera que se vieran más tarde a la salida del pueblo.

Estos “pollos”, como a veces también le decía a los muchachos, hacen cualquier cosa por plata y se inventan cualquier cantidad de historias trágicas y al final terminan haciendo lo mismo. Esto fue lo que escuché de sus propios labios cuando se lo decía a mamá por la ventana de la cocina. Estas palabras resonarían en mi cabeza por mucho tiempo.

Mi madre cantaba alegremente en la cocina, Gildardo admiraba la efusividad de mi madre, su alegría y su energía, cosas estas que aún conserva ella a pesar de los años que pasan, inclusive parece que los años a mi madre le mantienen lo que a otras personas ya le quitó. Hay veces en que el tiempo va hacia atrás.